En una Lima donde muchos sueñan con restaurantes grandes, menús extensos y locales en zonas comerciales, Sala Omakase aparece como una propuesta contracorriente. No hay carta. No hay decisiones del comensal. Solo una secuencia de platos pensados al detalle, según la temporada, la frescura del mar y la intuición del itamae. Una experiencia que sorprende, sin intimidar. Roby Dickson, limeño y ex ejecutivo corporativo, decidió hace poco más de un año seguir su verdadera pasión: la cocina. Abrió este pequeño y elegante local en una calle residencial de La Molina, inspirado en los bares de sushi de Tokyo, donde el chef conoce a cada cliente y ajusta el menú a sus gustos. Así, en Sala Omakase, cada reserva es privada y personalizada. Con capacidad para apenas 20 personas, el espacio es sobrio, minimalista, y alejado de los estereotipos del nikkei tradicional. Aquí, Roby y su equipo compran pescados y mariscos frescos cada día y, sin carta fija, crean pequeños bocados que se presentan como si fueran joyas comestibles. Si alguien se queda con hambre o busca algo dulce, siempre hay alternativas pensadas para completar la experiencia.

Desde una trucha asalmonada con maracuyá hasta patacón con cangrejo, croquetas de arroz con pesca del día o conchitas de Paracas con chimichurri de ají amarillo, cada paso del menú cuenta una historia del mar, del Perú y del chef que lo interpreta. “Tengo una cocina creativa”, dice Roby, “y cada plato es parte de una búsqueda constante”. Criado por una madre trabajadora y con un padre que eligió una vida de pescador en una caleta entre Máncora y Punta Sal, Roby creció en un entorno donde la gastronomía no era protagonista, pero sí el mar, ese mismo que más adelante se convertiría en fuente de inspiración. El punto de inflexión llegó con la presencia de su padrastro, quien lo introdujo, no en la cocina, sino en el arte de comer. Lo llevó desde niño a descubrir restaurantes de todo tipo, sembrando en Roby una curiosidad por el mundo gastronómico desde la experiencia del comensal. Fue el inicio de un camino singular que no siguió las rutas tradicionales.

Antes de convertirse en chef, Roby estudió comunicaciones y marketing, y pasó por el exigente mundo corporativo. En Estados Unidos aprendió desde cero la operación de un restaurante: procesos, tiempos, estructura, marketing. Hizo pizzas, abrió locales, tomó decisiones. Comprendió que un restaurante no es solo cocina; es ritmo, personas, gestión. Luego vino su agencia de marketing digital, grandes marcas, equipos. Sin embargo, algo en él seguía inconcluso. Por eso, se tomó un año sabático en Portugal. En Lisboa, Porto, Madeira y Ericeira, sin proponérselo, su rutina giraba siempre en torno a lo mismo: salir a comer, conversar con cocineros, mozos, dueños de restaurantes. Ahí lo entendió: la cocina no era solo una pasión, era su camino.

De regreso en Lima, una pregunta lo guió: ¿Cómo me imagino el restaurante al que iría a comer… y siempre regresaría? La respuesta fue Sala Omakase.
¿Por qué nikkei? Porque es su cocina favorita. ¿Por qué omakase? Porque implica confianza, entrega, sorpresa. Porque emociona más cuando no sabes qué plato viene después. Así nació una experiencia íntima y auténtica, basada en el mejor producto posible y en la confianza mutua. Aunque no estudió cocina de forma tradicional, Roby se formó con quienes marcaron su vida: su tía Alexandra, quien cocinaba con amor; su profesor privado, quien le enseñó los fundamentos de la cocina nikkei; su padre, que le enseñó a ver el mar con ojos de pescador; y su madre, que le inculcó la perseverancia. Hoy, lidera un equipo que comparte propósito y aprende día a día. Su sueño es grande: formar parte de los 50 Best. Pero lo que lo mueve es más simple y profundo: ofrecer una experiencia única, tan memorable que quien se siente en su barra quiera volver.